De todos tus hermanos, tú eres el único feliz.

Mi madre me lo dijo mientras barría el patio.

   —Me apena mucho, hijo, pero creo que tú no vas a hacer nada de provecho en la vida.

   —¿Y por qué no?

   —Muy sencillo: siempre estás pensando en cosas inútiles.

   Era verdad, momentos antes de presentar mi examen para entrar a la universidad, mi mente buscaba objetos que tienen nombre, pero nadie lo conoce. Pensé en el plástico que tienen en las puntas las agujetas, el utensilio que se usa para sacar el helado del bote y servirlo en el barquillo, el aparato de donde salen boletos para otorgar un número para la espera. ¿Qué creen que ocurrió? No aprobé el examen.

   Cuando estaba hincado en el altar casándome, mi cabeza volaba recordando las marcas de los autos que había comprado y vendido mi padre, y cuántos eran azules.

   Hace unos días, mi madre moría en el cuarto del hospital, pero tuvo la fuerza para pedirme que me acercara.

   —De todos tus hermanos, tú eres el único feliz. Al final, de algo sirvieron los pájaros que traes en la cabeza. Dios te bendiga, hijo.

   Cuando la enterramos yo sentía un dolor inmenso. A pesar de la tristeza, empecé a realizar mentalmente la secuencia fibonacci: números que alcanzan la suma de los dos que les anteceden. Sucedió que, al salir del cementerio, me atropelló un auto.

   Me quitaron el dolor con potentes analgésicos y cuando estaba a punto de iniciar la intervención quirúrgica, comprendí que mi madre tenía razón. Yo siempre encontraba algo entretenido en la mente..

   La anestesia empezó a hacer su efecto mientras yo me esforzaba por recordar las letras de las canciones que mamá cantaba. Al instante de dormirme sentí, en efecto, algo parecido a la felicidad.