Nosotros lo seguíamos por las veredas de la épica colonizadora y de la reciedumbre apache.
—Los norteños somos hijos de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, un hombre empeñado en vencer sobreviviendo.
Así dijo Carlos cuando entramos a Juárez.
Había comenzado a hablar en cuanto nos sentamos en los asientos traseros del autobús que partió de Torreón. Afirmaba que en los parajes del norte, después de tantos siglos, la gente todavía anhela, sin saberlo, la utopía encarnada en los reinos de Quivira, y Cíbola, y en las Siete Ciudades de Oro.
—En el inconsciente, siempre guardamos reinos perdidos —remató Carlos.
Al bajar del autobús, ya nos esperaba Gardea en el andén. Nos llevó al hotel, dormimos unas horas y nos volvimos a reunir los tres para comer. Jesús afirmó que los europeos buscaban en las tierras del norte, antes que el oro, la ínsula de las mujeres solas.
—Es más poderosa la lujuria que la ambición —aseguró Gardea.
—Son frutos de un mismo árbol —determinó Carlos.
Esa noche retomamos el hilo en el bar del hotel. Se habían unido Rascón y Arras, después llegaron Sebastián, Chacón y Solares.
—Las páginas que escribió el expedicionario convirtieron el fracaso en una epopeya. El jerezano bautizó el norte soplando y superponiendo las manos como hacían los chamanes, pero también rezando como los cristianos. El norte es la palabra de Cabeza de Vaca, aseguró Carlos.
—Es nuestro santo patrono, completó Arras.
La noche se hizo larga y Carlos continuaba por los desiertos bárbaros. Nosotros lo seguíamos por las veredas de la épica colonizadora y de la reciedumbre apache.
—Por estos páramos la idea nace de la naturaleza.
Ya de madrugada, me acordé que esa día yo cumplía veintitrés años. Nunca mejor reunión para festejarme.