El apóstol Pablo nos recuerda que, como creyentes, no somos solo recipientes de información o portadores de una religión, sino canales vivientes del aroma de Cristo
Recientemente tuve la oportunidad de estar en la ciudad de Monterrey, en el estado de Nuevo León. Es una ciudad que no solo impresiona por su crecimiento y su arquitectura moderna, sino por su carácter trabajador y visión de futuro. Con el Mundial de Futbol a la vuelta de la esquina, Monterrey se prepara con entusiasmo para recibir al mundo, invirtiendo en infraestructura, sobre todo en su sistema de transporte colectivo.
Mi visita no fue por razones deportivas, sino espirituales. Estuve participando en una semana de enseñanza bíblica, enfocada en uno de mis libros favoritos de las Escrituras: el libro del profeta Isaías. Durante esos días, no solo disfruté del estudio profundo de la Palabra, sino también de la calidez de buenos amigos, algunas comidas reconfortantes y conversaciones que, como buenos perfumes, dejan huella.
Uno de esos amigos usaba una loción cuyo aroma me resultó muy familiar. Al acercarme, me sorprendió lo mucho que ese perfume se parecía al de una vela aromática que tengo en casa y que me gusta tanto que rara vez enciendo, para que no se acabe. Era una mezcla de bergamota, rosas y cuero, una fragancia que asocio con calma, profundidad y un aire varonil que me parece ideal para mi estudio.
Le comenté a mi amigo cuánto me gustaba. Al día siguiente, de forma inesperada, me regaló un frasco con ese perfume. Desde entonces, se ha convertido en mi favorito. Y mientras lo aplicaba por primera vez, vino a mi mente un pasaje de la Escritura que siempre ha capturado mi atención y mi corazón:
“Pero gracias a Dios, que en Cristo siempre nos lleva en triunfo, y que por medio de nosotros manifiesta la fragancia de Su conocimiento en todo lugar. Porque fragante aroma de Cristo somos para Dios entre los que se salvan y entre los que se pierden.”
— 2ª Corintios 2:14–15 (NBLA)
El apóstol Pablo nos recuerda que, como creyentes, no somos solo recipientes de información o portadores de una religión, sino canales vivientes del aroma de Cristo. Es una imagen hermosa: Dios percibe en nosotros el olor grato de su Hijo amado, y ese mismo aroma es esparcido por el mundo, a través de nuestras vidas, palabras y acciones.
Me conmueve pensar que, ante el trono celestial, no somos presentados por nuestro mérito, sino cubiertos con el perfume de la justicia de Cristo. Su vida perfecta, su sacrificio en la cruz y su resurrección se convierten en una fragancia que nos reviste, nos transforma y nos hace aceptos ante el Padre.
Este pensamiento me llevó a recordar una de mis historias favoritas del Antiguo Testamento: la de Jacob y Esaú, los hijos de Isaac. En el capítulo 27 de Génesis, Jacob, animado por su madre Rebeca, se disfraza de su hermano mayor para recibir la bendición de su padre, que ya estaba viejo y había perdido la vista.
Jacob se pone las vestiduras de Esaú, y al acercarse a Isaac, su padre lo huele y dice:
“¡Ah! ¡El olor de mi hijo es como el olor del campo que el Señor ha bendecido!”
— Génesis 27:27 (NTV)
Isaac no lo reconoció por el rostro ni por la voz, sino por el olor de sus ropas. Y así, Jacob recibe la bendición que originalmente era para su hermano.
Aunque la historia está marcada por el engaño humano, también apunta proféticamente a algo mucho más grande. Jacob se vistió con las ropas de otro para ser bendecido. Nosotros, los creyentes, hemos sido revestidos con Cristo —el Primogénito por excelencia— y recibimos, no por astucia, sino por gracia, la bendición del Padre.
La gran diferencia es que Isaac fue engañado. Pero Dios no fue engañado. Fue su voluntad desde el principio cubrirnos con la justicia de su Hijo. No entramos a su presencia con trampas, sino con fe. Y por ese perfume celestial que ahora nos envuelve, somos aceptos, perdonados y bendecidos.
Días después de mi viaje, mientras entrenaba en el gimnasio y escuchaba la Biblia en audio, otro versículo capturó mi atención y trajo tensión al mensaje anterior:
“Para estos somos olor de muerte que los lleva a la muerte; para aquellos, olor de vida que los lleva a la vida. ¿Y quién es competente para semejante tarea?”
— 2ª Corintios 2:16 (NVI)
El mismo perfume que es “aroma de Cristo” puede ser percibido por otros como “olor de muerte”. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede la fragancia del conocimiento de Dios, que debería ser hermosa, transformadora y esperanzadora, convertirse en algo repulsivo?
La respuesta está en el corazón humano. No todos desean el aroma de la verdad. Para algunos, el olor de Cristo —su santidad, su pureza, su llamado al arrepentimiento— confronta tanto, que les resulta insoportable. Lo que debería ser una fragancia de vida, les recuerda la muerte espiritual que no quieren reconocer.
Pero también, si somos honestos, hay momentos en que ese aroma puede corromperse en nosotros. El mismo apóstol Pablo escribe con fuerza en su carta a los Gálatas acerca de las obras de la carne —celos, envidias, contiendas, hipocresías— que terminan por desfigurar el testimonio de la iglesia. En ese contexto, recordé otro pasaje que me pareció profundamente relevante:
“Las moscas muertas apestan y echan a perder el perfume.
Así mismo, pesa más una pequeña necedad que la sabiduría y la honra juntas.”
— Eclesiastés 10:1 (NVI)
Una sola mosca puede arruinar un frasco entero de perfume. Y así también, una actitud necia, una palabra impía, una doble vida pueden echar a perder el buen testimonio de un creyente, y convertir lo que debería ser fragancia de vida en tropiezo, incluso en repulsión.
Es duro, pero necesario reconocer que no todos los rechazos al evangelio se deben al endurecimiento del corazón humano. A veces, es la incoherencia de nuestra conducta la que hace que la fragancia que llevamos pierda su efecto, o huela a otra cosa.
El perfume que Cristo ha puesto sobre nosotros es incorruptible en su esencia, pero puede ser mal representado por nuestros actos. Por eso, necesitamos vigilancia espiritual. Como decía el rey David: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón”. No basta con llevar el nombre de cristianos si nuestras vidas no emiten el aroma del Reino.
Como iglesia, estamos llamados a ser el aroma del perdón, la fragancia de la gracia, el perfume de la esperanza. En un mundo donde muchos han sido heridos, olvidados o etiquetados, el buen olor de Cristo debe atraer, consolar, sanar.
Pienso en quienes han perdido la fe por malas experiencias religiosas; en quienes viven con baja autoestima, sin rumbo, sin identidad. Para ellos, el aroma de la iglesia debe ser como ese campo bendecido que Isaac describió: un lugar donde la presencia de Dios se percibe, aunque no se vea. Un espacio donde hay vida, aunque el alma esté herida. Un entorno donde el perfume del cielo reemplace el olor de la desesperanza.
En este punto, recuerdo con emoción una escena del evangelio que ha sido predicada miles de veces, pero que nunca deja de conmoverme. Jesús está en casa de Simón el leproso, y una mujer irrumpe en la reunión:
“Llegó una mujer. Llevaba un vaso de alabastro con perfume de nardo puro, que era muy costoso.
Rompió el vaso de alabastro, y derramó el perfume sobre la cabeza de Jesús.”
— Marcos 14:3 (RVC)
Ese acto de adoración fue tan radical, tan escandaloso, que algunos la criticaron. Pero Jesús la defendió. El perfume llenó toda la casa. Su fragancia no solo tocó al Maestro, sino a todos los presentes. Y miles de años después, seguimos hablando de ella.
Así debería ser nuestra vida cristiana: no un frasco cerrado que guarda el perfume, sino un corazón quebrantado que lo derrama. El evangelio no fue hecho para almacenarse en templos, sino para llenar las calles. Cristo no murió para que lo ocultemos en rituales, sino para que lo exhalemos en cada acto de amor, justicia y verdad.
Querido lector, tal vez tú también has sentido que el perfume se ha contaminado. Que tu testimonio no huele a lo que solía o que la fe se ha vuelto rutina. Pero hay esperanza. El perfume sigue siendo de Cristo, y Él puede renovar su fragancia en ti. Solo necesitas volver a quebrar el frasco: rendirte, confesar, reconciliarte.
Y si tu vida todavía lleva la fragancia del Hijo, cuídala con esmero. No permitas que las “moscas muertas” —pecados ocultos, orgullo, apatía— arruinen lo que Dios ha hecho en ti. Sé ese perfume que otros noten sin que tú lo digas. Que al acercarse a ti, no huela a religiosidad vacía, sino a Jesús vivo.
Porque al final, como Pablo mismo lo expresó:
“¿Y quién es competente para semejante tarea?”
La respuesta no está en nosotros. Es Cristo en nosotros, el perfume que jamás se agota, la fragancia que sigue llenando corazones, aún hoy.